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Luis González-Camino

Todo empezó como un juego. En los viajes por carretera, mi padre jugaba con mi hermana pequeña y conmigo a ver quién sabía los nombres de los árboles que veíamos desde el coche. Los dos terminamos siendo paisajistas.

Cuando uno se fija bien, como nuestro padre nos enseñó, empieza a descubrir la belleza, primero de los árboles, luego de otras cosas del campo, y termina uno amando y hasta emocionándose con el paisaje, desde una montaña imponente hasta la pequeña flor de la cuneta.

Esles es un pueblo de Cantabria dónde pasábamos los veranos, casi tres meses. Toda la familia junta, nueve hermanos mis padres y un tío cura, junto con la gente del pueblo formaban un mundo completo del que disfrutar en total libertad. Un paraíso, y un paraíso repleto de sensaciones. Los olores: eucalipto, la hierba de los pajares, la boñiga… y hasta la humedad de los colchones y los armarios. Los colores: el verde intenso de los prados, el más oscuro de los bosques, el gris de las tapias, el azul del cielo y el violeta de las montañas lejanas.  Los sonidos: el afilar y el picar del dalle, el trote de las yeguas tirando de los carros, el canto de los gallos y el de los grillos, y el de los pájaros… muchos pájaros ¡Y por la noche! Los cárabos, la lechuza, las chicharras y el más evocador de todos, el de los sapos: un concierto, o más bien una pugna de notas ligerísimamente diferentes, como silbidos muy cortos. Y, además, nuestro jardín, Cotubín, donde mi padre nos siguió enseñando, lleno de árboles enormes en los que pasábamos encaramados muchas horas, hasta jugando a las cartas en el más grande de todos, un ciprés de Monterrey.

En un hayedo cercano, que allí lamamos “El Hayal”, pasaba yo largas horas esperando ver aparecer alguno de los animales del bosque que conocía por libros que teníamos en casa y por historias que me contaban los del pueblo. Esperaba ver algún tejón, alguna ardilla y hasta una marta o un azor. Muy pocas veces lo conseguí, pero mientras, inmóvil y en silencio, terminaba por sentirme parte del bosque y me iba costando más volver a casa. Tumbado sobre el musgo y rodeado de helechos, zarzas, arándanos y otras plantas que ni corrían ni volaban ni se escondían, empecé a fijarme en ellas y a preguntarme por sus nombres. ¡Todo esto y mucho más había que dejar atrás cada año en septiembre para volver a Madrid, largo paréntesis de nueve meses en la verdadera vida de uno que era Esles!

El legado de todo aquello es lo muchísimo que disfruto de la belleza que hay en la Naturaleza. Aunque, como siempre, hay un precio que pagar: el dolor, también intenso que te produce ver los maltratos a que se la someten. Supongamos por ejemplo que hay en algún sitio por donde sueles pasar un árbol especialmente bonito. Al placer que te da cada vez que lo contemplas se une sin remedio el temor de que la próxima vez quizá alguien lo haya talado o desfigurado.

Trabajar desde hace más de cuarenta años en la mejora de nuestro entorno físico, en hacer compatibles el desarrollo y la conservación, y a menudo la mejora de los valores naturales de un sitio, en la creación de espacios, en cada caso únicos, para el disfrute humano de todo lo que puede ofrecernos la Naturaleza, y contemplar su evolución, es para mi una bendición por la que no me canso de dar gracias.



“Este breve pero valioso testimonio es una carta de amor a su profesión, a un modo de estar en la vida que nos enseña que ante el valor efímero de la naturaleza sólo cabe el cuidado y el agradecimiento.”

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